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viernes, 1 de marzo de 2013

GHOULS

 

Era un crudo invierno de 1922 en Alnwick, Northumberland. El frío era tan intenso que respirar dolía y la niebla, cada vez más baja, impedía ver poco más allá de tu propia nariz. Recorríamos un interminable y viejo cementerio en busca de la lápida de Judas Raimius. Al parecer, el tal Raimius había enterrado consigo un original del Cultes des Goules, sí, aquel herético libro del Comte d’Erlette, y la rumorología local se había empeñado en afirmar que, en realidad, no estaba muerto y que su funeral había sido una patraña.

El viento mecía los cipreses y arrastraba grises jirones de nubes, dejando entrever la Luna más llena que jamás había contemplado. Decidimos separarnos para peinar el camposanto mientras íbamos gritando nuestros nombres para confirmar nuestras posiciones.

La neblina seguía espesándose y el aire era denso como la brea, casi podía cortarse. Debía tener los sentidos embotados por culpa de aquella enfermiza niebla porque lo cierto es que, a medida que transcurría el tiempo, veía menos y apenas ya lograba escuchar a mis compañeros. Cada vez caminaba más inseguro y torpe, procurando no tropezar con alguna de las tumbas y cruces que brotaban del suelo como enfermizas flores sin vida.

De pronto, una figura empezó a dibujarse delante de mí. Dubitativo, pronuncié el nombre de Mad, tal vez fuera uno de mis camaradas. Me pareció que se giraba, pero no dijo nada. Me acerqué más y cuando la débil luz de la linterna se impuso por fin a la niebla, me quedé helado… un ghoul me miraba tranquilamente con un antiguo libro entre las manos. Su aspecto era casi humano, incluso vestía lo que un día debió ser un lujoso batín de seda, pero su rostro poseía rasgos caninos y un pelaje oscuro cubría sus extremidades.

Me examinó, curioso, por encima de sus gafas y ante aquello sólo pude balbucear: “¿Mis... Mister Judas Raimius?”

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