El conde Leonard Bonet nos había mandado a estas inhóspitas tierras de Lastours, cerca de Carcassone. Al parecer, el buen conde no podía alojarse en su castillo porque unas molestas criaturas tenían aterrorizado al servicio y, además, habían desparecido varios carneros y gallinas. Al principio pensaron que eran lobos hambrientos, tal vez incluso águilas, pero también existía otra explicación más pintoresca, una que no versaba sobre criaturas normales y corrientes. Los lugareños decían que el castillo de Lastours era un lugar maldito que, desde el principio de los tiempos, había estado habitado por gárgolas y que esas criaturas eran las culpables de sembrar el pánico y robar el sueño a los aldeanos, además de, por supuesto, ser responsables del robo de animales.
En otros tiempos, imagino, la versión de los aldeanos sería solamente fruto de las supercherías populares, antiguos mitos contados al abrigo de un buen fuego, leyendas de esas que son transmitidas de generación en generación. Tal vez, claro, al fin y al cabo, siempre han existido en el folklore regional numerosas historias sobre criaturas fantásticas y monstruos de la noche. Por eso, por si las moscas, el conde nos había enviado a Lastours para investigar aquel turbio asunto.
El motor de 6 cilindros del Chevrolet Suburban del 37 rugía por la carretera que conducía hasta los dominios del conde Bonet y, después de un buen rato serpenteando por una sinuosa carretera ascendente, la oscura silueta del castillo se recortó en un cielo iluminado por una gran luna, regalándonos una inquietante postal. Observé a mis hombres a través del retrovisor; un par de curtidos mercenarios, un francotirador licenciado y algún que otro bribón ganado para la causa. Todos ellos leales, valientes y con mucha guerra en sus numerosas cicatrices. Luego volví la vista al cielo y las vi, sobrevolando los torreones del castillo como buitres esperando la carroña, siniestras y obscenas…
Dejamos el coche a pocos metros de la entrada principal del viejo castillo. Nada más bajar del vehículo, mientras nuestro francotirador se perdía en la oscura espesura del bosque, desenfundamos las armas, comprobamos los cargadores y quitamos los seguros. Una última sonrisa y algunos guiños fruto de la camaradería de años de batallas, aventuras y alguna que otra juerga. Había llegado la hora y La Parca no era una dama a la que conviniera hacer esperar.
Iniciamos la incursión. Buscamos las sombras que proyectaban los árboles, tratamos de movernos sigilosos, pero esas criaturas habían dominado estas tierras desde hacía siglos y nada escapaba a su aguda visión ancestral. Rodilla al suelo, confiando que el fusil de Solverson pudiera cubrirnos desde la distancia, apuntamos al oscuro cielo a la espera de que aparecieran… y aparecieron. Entonces mis camaradas comenzaron a gritar, a maldecir y a pronunciar palabras que hubieran hecho enrojecer al mismísimo Satanás.
Por
un instante, la luz de luna, pálida y fantasmal, las iluminó perfectamente y pude ver cómo
algunas de esas horribles criaturas iniciaban un picado hacia nosotros. Brillaban unos ojos
perversos, graznaban temiblemente y mostraban sus fauces, desplegando sus alas… Pequeños
demonios alados esculpidos en piedra, guardianes de un castillo maldito; íbamos a comprobar enseguida si realmente eran tan duras: ¡Fuego!
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