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miércoles, 8 de junio de 2022

TSATHOGGUA


Atravesábamos aquella marisma interminable como podíamos, las algas putrefactas se enganchaban a la ropa, desmenuzándose a nuestro paso. El olor pegajoso del agua estancada era penetrante y lo impregnaba todo, por no mencionar a los pesados mosquitos que llevaban un buen rato dándose un banquete con nuestra sangre.

Aquel acuoso infierno estaba situado en los Everglades, cerca de Okeechobee. Habíamos llegado hasta allí debido a la inexplicable aparición de un buen número de reses destripadas y drenadas, como si hubieran sorbido hasta la última gota de sus fluidos corporales.

La población estaba aterrorizada y se encerraba en sus casas, convencida de que una plaga de cocodrilos asesinos era la responsable de aquella carnicería, pero si sabías dónde y a quién preguntar, la explicación resultaba más compleja e inquietante. Los más viejos del lugar contaban cosas extrañas sobre sombras húmedas e informes que recorrían los manglares más oscuros y recónditos, y también mencionaban el incesante croar que resonaba algunas noches, como si toda la zona estuviera infestada de ranas y sapos que compusieran una fétida canción de muerte.

Las linternas apenas daban suficiente luz y el agua parecía negra como la brea, pero estaban allí, delatándose por culpa de un olor aún más corrompido que el de aquella charca del demonio. El enfermizo canto de montones de sapos retumbaba en la noche, anunciando nuestra llegada... sin duda estábamos muy cerca del maldito santuario de aquel batracio primigenio. Varios ojos hambrientos acechaban desde la orilla, ocultos entre los mortecinos nenúfares, pero traíamos plomo y fuego para cenar.


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