"EL REY DRAGÓN"
Oscuridad. Solamente oscuridad
y una presión asfixiante oprimiéndome el pecho, como si un pie inmenso me
aplastara contra el suelo. Intento respirar, pero el aire no llega a mis
pulmones y con cada intento de llenarme de oxígeno, siento punzadas de dolor
repartidas por casi todo el cuerpo. Me digo que si duele tanto, será que sigo vivo. Sonrío.
Y sí, sigo vivo, en
un estado lamentable, pero vivo, recostado en alguna roca que se interpuso en
mi caída y que ahora me sirve de incómodo respaldo. Abro los ojos, pero no
distingo nada, todo se me aparece borroso. El zumbido en los oídos tampoco
mejora mi percepción de las cosas, así que me llevo las manos a las orejas y parpadeo,
intentando desembotar mi cabeza. Poco a poco, el panorama
más allá de la punta de mis botas, a pesar del humo y de la lluvia, va cobrando cierta nitidez.
Diviso sombras y escucho el canto del acero mezclado con
los gritos agónicos de los hombres. Entonces, un pegajoso olor a azufre lo domina todo y recuerdo dónde estoy y
porqué. Siento el sabor de la sangre mezclado con el polvo en mi boca, paso la
lengua por mis encías y escupo al suelo. Todos mis dientes siguen ahí, pero tengo el labio partido. No creo que sea lo único roto en mi
cuerpo, pero, por lo menos, el resto de mi cara sigue en su sitio. Vuelvo a
sonreír.
Al intentar
incorporarme, un agudo dolor en el costado me devuelve al suelo. Entonces me
doy cuenta de que la cabeza me retumba y siento los latidos de mi
corazón repicando en las paredes de mi cráneo. Mientras el
cerebro trata de volver a su posición natural, resoplo y me resigno. Me duele todo. Me tomo un respiro y con las manos busco alguna señal en la
armadura, una herida, un agujero, algo… termino encontrando una hendidura, un
buen golpe ha abollado mi costado derecho y, de paso, se ha llevado consigo
alguna costilla; tengo suerte de seguir vivo. Suerte según se mire, claro. Lo digo porque eso sigue estando allí. Reinando sobre la destrucción y entre todo aquel
caos, una siniestra silueta de brillantes escamas se alza como un coloso, haciendo
restallar su acorazada cola contra el suelo y mostrando sus fauces a
todo aquel que osa acercarse, impartiendo justicia demencial sin ningún tipo de
escrúpulos, divirtiéndose. Ya no sonrío. Ya no hay
dolor.
Aegon I Targaryen ha venido para acabar con nosotros y ha traído a sus malditos dragones consigo. Dudo mucho que los muros de Harrenhal puedan contener el flamígero ataque. Sólo hay que ver al poderoso Balerion, un dragón de dimensiones titánicas y oscuro como la noche... por algo le llaman el Terror Negro. Veo a los hombres,
valientes o tal vez insensatos, que aún quedan defendiendo la fortaleza, tratando de detenerlos, pero ¿cómo detener a tres dragones? La dramática visión me recuerda a una maraña de hormigas incordiando a un elefante; mucha voluntad,
pero escasas probabilidades de éxito.
Gritos y más gritos, algunos de ánimo,
pero la mayoría de pavor, interrumpidos por el doloroso restallido de la cola y
por rugidos sobrecogedores que rompen el silencio. Tal vez lo más prudente fuera dar media vuelta, salir
corriendo de allí y adentrarse en los bosques o tirarse de cabeza al lago Ojo de Dioses,
pero mi padre me enseñó una vez que los problemas ni pueden, ni deben evitarse
porque siempre terminan volviendo. Vuelvo a escupir al suelo. Es la hora.
Clavo mis ojos en Balerion y en su jinete, Aegon El Conquistador. Busco a tientas a Colmillo Desgarrador y encuentro la espada a
mi lado, como siempre, esperándome para volver a cargar. Estiro el brazo con
cuidado y la miro con mimo, el filo anda algo mellado, pero sigue siendo un
excelente acero. Ayudándome en ella, vuelvo a intentar levantarme, esta vez más
despacio y apretando los dientes hasta que logro incorporarme del todo,
maldiciendo cada centímetro de mi magullado cuerpo.
Empuño con fuerza a Colmillo Desgarrador y vuelvo a sentir su tacto
familiar, su reconfortante peso. Cierro los ojos y me concentro hasta
sentir que su filo se convierte en una prolongación de mi brazo. Ahora veremos si eres
capaz de sangrar bastardo.
Recojo uno de los
escudos que encuentro tirados por el suelo, a pesar de que el fuego a ennegrecido buena parte de su superficie, aún puede distinguirse el emblema de la Casa Hoare. La lluvia va limpiando la sangre que manchaba mi rostro. Sangre que se mezcla
con agua. Mezcla que va tiñendo la tierra hasta convertirla en un cenagal
ensangrentado. "Acogedor campo de batalla", pienso para mis adentros mientras
avanzo por una senda de cadáveres esparcidos caprichosamente por el terreno. Me
cruzo con hombres de rostro desencajado que huyen de allí, con soldados
malheridos de mirada perdida. Escucho lamentos, llantos, alaridos, gemidos… el macabro himno que antecede a la muerte.
Allí está él, con
hombres caídos y desparramados a sus pies. Su figura desprende un calor
sobrenatural, como si sus entrañas fueran pura lava.
Agita la cola ante los pocos hombres que intentan detenerlo con lanzas y los hace
retroceder. Alza su cuello, majestuoso, y su fuego barre el
perímetro con suma facilidad. Destrucción y violencia en estado puro. Un
engendro del mal, nacido y educado con el único propósito de matar.
Trago saliva. Vuelvo
a respirar profundamente y cierro los dedos entorno a la empuñadura. Me digo que no es un mal final, al fin y al cabo, tiene lógica
terminar aquí y ante semejante enemigo. He dedicado más de la mitad de mi vida
a combatir, a ir de guerra en guerra, siempre sobreviviendo a pesar de las
heridas, acostumbrado al dolor,
endurecido por un entorno hostil que no entiende de piedad. Tal vez sea el
momento de terminar, de encontrar sosiego y paz. Cierro los ojos y repaso
mentalmente lo que he sido, lo que soy, qué hay de bueno en mí y qué hice mal. Me
pregunto si alguien me recordará, si alguien me echará de menos… una sonrisa
amarga se dibuja en mis labios, conozco la respuesta. Alzo la vista, sopeso el
escudo y beso el filo de Colmillo Desgarrador. Una nueva oportunidad pequeña, ¿tienes sed?
Mis piernas se
mueven e inicio la carrera, noto la tierra blanda y resbaladiza aporreada bajo
mis pies. Es entonces cuando grito a la bestia,
vaciando toda la rabia que soy capaz de acumular. Sí, te estoy desafiando. Tú y
yo. Veo como los hombres se giran y me miran como si estuviera loco, alguno se
aparta, otros simplemente se quedan quietos. Doy un último impulso a mis
piernas y salto para enfrentarme a la muerte, descargando
toda la fuerza de mis brazos a través de la espada. Siento mi acero chirriando contra sus escamas,
un beso ardiente como el Infierno. Noto el calor que desprende y esa especie de
halo vapor que lo rodea. A pesar de la fuerza del choque, no pierdo el
equilibrio.
Alzo la cabeza y puedo ver a Aegon, vestido con su cota de escamas negras y blandiendo a Fuegoscuro. Su porte es firme y elegante, sí, pero un atisbo de duda y sorpresa asoma en su semblante. "Sí, Targaryen, puede que no sepas ni quién soy, pero ¡te juro por los Antiguos Dioses que Harrenhal no caerá tan fácilmente!". Y, entonces, algo se interpone entre Aegon El Conquistador y yo: la cabeza de Balerion. El dragón tuerce ligeramente la
cabeza y uno de sus ojos volcánicos me mira con curiosidad. Le enseño los dientes con la sonrisa más tenebrosa
que soy capaz de esbozar y su boca se tuerce en una extraña mueca y un rugido surgido del
Averno rompe el tenso silencio. Es lo último que escucho antes de escupirle a
la cara y embestir de nuevo.