Aquella condenada noche llovía a mares. Circulábamos a toda velocidad por las calles del Soho intentando dejar atrás a nuestros perseguidores. Acabábamos de recuperar el preciado y temido Unaussprechlichen Kulten de las manos de unos adoradores de Hastur, desbaratando sus planes, pero nos pisaban los talones y el motor de nuestro Packard Le Baron rugía incluso por encima de la tormenta.
Mientras las balas silbaban próximas, aunque afortunadamente sin alcanzarnos, echaba un vistazo rápido al grimorio de Friedrich Wilhelm Von Juntz y a su inquietante aspecto encuadernado en un cuero ya cuarteado por el tiempo que permanecía sujeto gracias a unos herrumbrosos remaches metálicos. El objetivo de nuestra misión era evitar que cayera en malas manos y devolverlo intacto a la Universidad de Miskatonic para que el profesor Armitage lo depositara a buen recaudo en la sala arcana de la Biblioteca Orne.
Aquel extraño libro de Von Juntz se publicó en Düsseldorf hacia el año 1839, después de que su autor recorriera zonas remotas de Asia, África, América y Europa; fruto de aquellos viajes y de las enigmáticas personas que conoció por el camino, vio la luz uno de los libros más codiciados por nigromantes, sociedades secretas y sectas. De todos modos, la extraña muerte de Von Juntz y el posterior suicidio de su colega francés, Alexis Ladeau, marcaron al Unaussprechlichen Kulten como un libro maldito y la práctica totalidad de sus copias fueron quemadas o destruidas. Evidentemente, si quedaba algún ejemplar intacto, Miskatonic lo quería.
Por lo gestos de Coolstone, interpreté que nuestros perseguidores estaban cada vez más lejos, así que guiñé un ojo a mi compañero y agradecí su habilidad al volante. Asentí satisfecho, pensando en el whisky que iba a tomarme en cuanto llegáramos a la oficina que habíamos improvisado en un viejo almacén abandonado del puerto, pero entonces… una sombra enorme sobrevoló el coche o eso me pareció porque saqué la cabeza por la ventanilla y no vi nada.
Entonces miré hacia atrás y pude comprobar que, efectivamente, estábamos perdiendo a los sectarios porque la luz de los faros de sus vehículos apenas era ya perceptible a través de la cortina de agua. Respiré tranquilo y le di un golpecito en el hombro a Coolstone, que sonrió al volante, pero la alegría duró un breve instante porque algo pesado cayó sobre el techo, abollándolo ostensiblemente y provocando que mi compañero estuviera a punto de perder el control del Packard. El coche zigzagueó sobre el asfalto mojado y nos llevamos por delante algún cubo de basura y un buen susto, pero nada más que lamentar.
Sin tiempo para preguntarnos qué demonios había sido aquello, otra sombra aterrizó sobre el morro del Packard con un graznido sobrecogedor. Agazapado, con sus garras clavándose en el metal del capó y con las alas extendidas, desafió el sano juicio –si es que quedaba algo de él– de nuestros pobres cerebros. Enseguida lo entendí: no habíamos dejado atrás a los sectarios, simplemente habían optado por mandarnos a la caballería para recuperar el maldito libro.
Mientras la criatura que había decidido anidar en nuestro techo empezaba a repartir golpes con la poca amistosa intención de ofrecernos algo de ventilación, su hermano, bien sujeto a la carrocería, volvió a graznar victorioso para reclamar nuestra atención. La lluvia daba un aspecto resbaladizo a su piel oscura, pero no era la primera vez que tropezábamos con aquellos macabros seres alados mezcla de hormiga peluda, avispa y demonio. Allí estaba, observándonos con ojos vacíos y una boca abierta con, para mi gusto, demasiados dientes.
Mientras desenfundaba el Colt pensé que, si aquellos fanáticos malnacidos no habían podido recuperar el libro, unos feos byakhees tampoco lo harían.
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