Una insólita noticia nos había conducido hasta Stavanger, una ciudad noruega situada a orillas del Mar del Norte. Una serie de extraños terremotos se estaban produciendo allí durante las últimas semanas y era un fenómeno realmente peculiar porque aquella era una zona libre de fallas.
Los habitantes, atemorizados, habían ido abandonando el lugar paulatinamente desde que habíamos desembarcado allí, trasladándose al interior, hacia la seguridad que parecía ofrecer la ciudad vecina de Tjensvoll. Las sacudidas eran constantes, desde réplicas casi imperceptibles a auténticos corrimientos de tierra que habían devastado casas y granjas, agitando un mar que había terminado por derrumbar buena parte del puerto y engullir varias de las embarcaciones de los lugareños.
La situación no auguraba nada bueno, por lo que decidimos investigar el terreno con el objetivo de localizar el epicentro de aquellos movimientos y determinar las causas de la actividad sísmica, aunque las primeras sospechas apuntaban hacia una posibilidad que ninguno quería confirmar.
Llegamos a las montañas que empujaban a la ciudad contra el mar y nos adentramos en lo que parecía la entrada de una antigua mina, pero todos sabíamos que Stavanger no era una localidad de tradición minera.
Si los temblores los
estaba provocando lo que nosotros creíamos que se estaba moviendo bajo el suelo, entrar
en aquella mina sería como descender al mismísimo infierno y sin billete de
vuelta. Pocos sobrevivían al encuentro con aquellas colosales criaturas vermiformes surgidas de las peores pesadillas de un loco... no había manera humana de plantar cara a un chthonian, pero alguien tenía que
hacer el trabajo sucio.
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