La escopeta humeaba y mientras la recargaba, me preguntaba porqué demonios habíamos aceptado viajar a aquel maldito pueblo perdido del Nepal. El cerebro del doctor Marsh debía ser condenadamente importante, lo suficiente como para tener que venir a morir a los pies del Himalaya.
Si hubiera sido creyente, me habría encomendado a alguna divinidad o guardaría un par de monedas para el trayecto con el viejo Caronte, pero en aquellas tierras asiáticas tan alejadas e inhóspitas los dioses tampoco hubieran escuchado nuestras súplicas.
Era una pesadilla, uno casi podía pensar que realmente estaba viviendo un mal sueño del que deseaba despertar, pero no… no era una pesadilla, estaba ocurriendo de verdad. Zumbaban por todas partes y no dejaban de caer sin piedad sobre nosotros. Aquellas bestias extraterrestres nos estaban masacrando; armados con avanzada tecnología alienígena, disparaban una especie de rayos eléctricos que perforaban nuestros chalecos antibalas como si fueran de papel y los cartuchos del 12 apenas hacían mella en sus duros caparazones.
Sobrevolaban nuestras cabezas en vuelos rasantes, aguijoneando como avispas cabreadas la trinchera que habíamos improvisado. No resistiríamos mucho más, pronto se terminaría la munición o, simplemente, nos aniquilarían a todos.
Siempre he pensado que una bandada de Mi-gos es una de las peores cosas con las que puedes tropezar. Uno de ellos ya es un rival complicado, pero si te mides a un enjambre de estas criaturas…
¡Maldito seas,
Marsh, malditos seáis tú y tu cerebro!
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