Estábamos en Woodbrige, Inglaterra, ascendiendo el serpenteante curso del río Deben entre vegetación y pedruscos. Los lugareños nos habían indicado cómo llegar a un lugar llamado Sutton Hoo. Aunque no solían acercarse mucho por la zona, algún pastor de ovejas sí había nos asegurado que hasta allí moraban las brujas para celebrar ritos paganos relacionados con el diablo. Podían ser meras supersticiones locales, historias para no dormir, pero no era la primera vez que una simple leyenda se transformaba en algo demasiado real.
Sutton Hoo era el emplazamiento de dos antiguos cementerios medievales y, aunque durante algún tiempo se llevaron a cabo varias excavaciones arqueológicas, estas terminaron por abandonarse. Al parecer, muchos de los profesores y ayudantes de campo se habían negado a volver al lugar porque los malos espíritus los habían ahuyentado; pesadillas, ruidos extraños, alimañas, desaparición de material e incluso algún trabajador del que nunca más se supo.
Y allí estábamos nosotros ahora. La noche era cerrada, escasas nubes y brillantes estrellas decoraban el cielo y, a medida que nos íbamos acercando al maldito lugar, podían escucharse cánticos y veíamos la luz que desprendían varias hogueras… Asomamos las cabezas entre los matorrales y varias siluetas danzaban alrededor de los fuegos: debía haber unas cuarenta personas reunidas allí, pero, de entre todas ellas, destacaba una sola silueta que no bailaba y sobre la que parecía girar todo el ritual. Aquella figura central lo observaba todo con evidente satisfacción. Sobre él parecían converger todas las sombras proyectadas por las llamas, pues su color era negro como el carbón.
¿Podía tratarse de… ? no, no podía ser él…
Salimos de nuestro escondite armas en mano, dispuestos a terminar con aquella danza macabra. Unos cuantos sectarios drogados y en trance no supondrían un problema. Seguro que después de que cayera el primero de ellos, la mayoría se daría a la fuga, así que debíamos centrarnos en aquel extraño hombre negro.
Algunos sectarios empezaron a correr hacia nosotros gritando como locos, pero entre toda aquella marea de gente, él caminaba o más bien se deslizaba, mirándonos aburrido, como diciendo “Para qué venís a molestar…”. Entonces, empezó a sonreír mientras canturreaba, adoptando una mueca de grotesca satisfacción que empezó a crisparme los nervios. Y esa mirada, de una inteligencia muy superior, esa maldita mirada…
Oí los primeros disparos y tres sectarios cayeron al suelo mientras el resto seguía corriendo a nuestro encuentro. De pronto, el brazo que sostenía la escopeta de Randers se ennegreció y consumió, el grito de Norris hizo que me girara para ver como su pierna había sido amputada de golpe… Miré al hombre negro y su sonrisa era más amplia y siniestra aún: ¡Mierda, sí, era ÉL!
Grité a mis camaradas que se olvidaran
de los sectarios y abatieran al hombre negro, que ahora alzaba sus brazos al
cielo y cantaba aún más alto. Y abrimos fuego; los cañones al rojo vivo
humeaban y los casquillos de bala volaban entre gritos y rabia… y cayó al suelo. Cuando nos
estábamos acercando, el cuerpo empezó a hincharse y temblar, hasta que reventó y de aquella masa informe emergió, ululante, una colosal y desgarradora figura
coronada por una especie de espantosa lengua roja. Fue horrible comprobar como
aquella cosa se fijó en mí antes de desaparecer en el cielo sin más.
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