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martes, 19 de abril de 2022

Y'GOLONAC

Desde la ciudad de Brichester podía contemplarse parte del apacible curso del río Severn. El paisaje era típicamente inglés: una bucólica región enmarcada entre verdes e interminables campiñas rodeadas de suaves colinas. ¿Cómo pensar entonces que un paraje aparentemente idílico, pudiera guardar en sus oscuras entrañas tanta ponzoña? 

Las leyendas decían que, en el valle del Severn, un culto dedicado a Glaaki había ido escribiendo y conservando una serie de manuscritos en los que se recopilaban rituales, profecías, hechizos y conocimientos arcanos. Teóricamente aquel culto había sido erradicado, pero lo cierto es que las “Revelaciones de Glaaki” habían seguido ampliándose en secreto gracias a las contribuciones de diferentes sacerdotes sectarios. Si bien la mayoría de las copias se guardaban en bibliotecas o formaban parte de colecciones de particulares, los últimos volúmenes eran tan blasfemos que se desconocía el paradero de ellos. De hecho, el número XII era uno de aquellos volúmenes perdidos y el principal motivo de nuestro viaje.

Brichester había sido fundada hacía ya muchos años y mantenía un poso de antigüedad casi primigenia que invitaba muy poco a visitarla. Las brumas ascendían desde el estuario del Severn, arrastrándose hasta la ciudad como una humeante masa reptante que lo cubría todo a su paso, confiriendo a las calles una atmósfera etérea y somnolienta. Nos adentramos en Brichester, atravesando viejas casas de estilo victoriano y unos pocos almacenes desvencijados. De vez en cuando, podíamos ver algunos capiteles y el solitario campanario logrando sobresalir fantasmalmente entre la niebla, pero a nosotros nos interesaba más lo que se escondía en las profundidades de la ciudad.

Descendimos por los túneles del alcantarillado y, después de caminar un buen puñado de metros, tuvimos la extraña impresión de que los túneles habían cambiado sustancialmente y que estos, sin duda, tenían que haber sido cavados hacía eones. La sensación opresiva de avanzar por aquellos pasadizos que parecía engullir la tierra no era nada agradable, pero debíamos seguir adelante en busca de nuestro objetivo: encontrar unas ruinas desconocidas y un grotesco muro de ladrillos rojos donde la perversión y la depravación, encerradas, se daban la mano… el dios de la corrupción aguardaba.


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lunes, 11 de abril de 2022

SHOGGOTHS

Nada ni nadie nos había advertido sobre el verdadero peligro que palpitaba en las entrañas de aquella tierra putrefacta. Lo que había empezado como una simple denuncia por la desaparición de algunas cabezas de ganado, estaba convirtiéndose en la peor pesadilla de la policía del Condado de Nantucket, una isla al sur del estado de Massachussets.

Aunque era un territorio tranquilo, las fuerzas de la ley se habían visto desbordadas; la mayoría de ganaderos clamaban justicia contra lo que consideraban un robo masivo de ganado, aunque otros afirmaban que habían visto merodear por la zona manadas de depredadores. De todos modos, ya fueran forajidos o depredadores los que rondaran por allí, el número de reses desaparecidas era demasiado elevado como para que el caso tuviera una explicación lógica y normal. Porque, además, no había rastro alguno de las vacas desaparecidas: ni huesos repelados ni cadáveres pudriéndose… nada, absolutamente nada; por ese motivo nosotros estábamos allí, para tratar de esclarecer el misterio.

Después de varios días de investigación, los posibles indicios apuntaban a una zona próxima a la costa llamada el Acantilado Ululante y lo cierto es que el nombre resultaba de lo más adecuado. Allí, las olas rompían con furia y el viento se colaba a través de grutas, grietas y canales naturales, silbando una infernal y constante melodía ululante que terminaba por sacarte de quicio. Curiosamente, los prados eran verdes, casi vírgenes, quizá porque nadie en su sano juicio osaría llevar a los rebaños a pastar por aquel lugar.

Nos aproximamos a un agujero extraordinario. Su tamaño era considerable, tanto que podríamos haber metido un camión por allí sin problemas. Aunque era de día y el sol brillaba con fuerza, aquella gruta parecía engullir la luz y convertirla en la más oscura de las penumbras. Su negrura sobrecogía, aunque aquello no era lo peor… un eco remoto y primordial se elevaba desde sus profundidades insondables, un extraño sonido que parecía decir “Tekeli-li, tekeli-li, tekeli-li…”.

De pronto, un ligero temblor recorrió el acantilado y nos miramos tan sorprendidos como asustados. ¿Y si el epicentro del temblor procedía de aquel agujero colosal?, ¿y si aquel eco demencial no era producto del viento?, ¿y si la gruta no era solamente fruto de la imparable erosión del viento, sino el infecto cubil de una criatura maligna? No había elección, si el Infierno nos esperaba al final de aquel descenso, entonces, nuestras almas no encontrarían jamás el descanso eterno.


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martes, 5 de abril de 2022

GUGS

Mi último recuerdo vívido era el de haber ingerido ayahuasca en aquel poblado shipibo a orillas del Ucayali, el río más importante del Perú. Luego, creo, aparecieron dos sacerdotes que ya no sé si eran reales o una alucinación provocada por las drogas. Lo siguiente que me viene a la cabeza es estar inmerso en una especie de sueño ligero, bajando escalones por una curiosa y hermosa escalinata. No sé qué me impulsa a hacerlo, pero cuento los escalones y, exactamente, son setenta. Entonces, una parte aún despierta de mi mente narcotizada me advierte de algo: estoy entrando en las Tierras del Sueño.

Hacia el final de la escalera, después de atravesar una caverna con una columna en llamas acompañado todavía por los dos sacerdotes, continúo bajando más y más escalones hasta que comienzo a ver la salida a través de un gigantesco roble que hunde sus raíces en el centro del Bosque Encantado.

Una vez allí vuelvo a encontrarme con Andujarsson, el jefe islandés de la expedición, Martinelli, un arqueólogo siciliano, y Morel, el antropólogo peruano que hacía las veces de guía. Me parece que saben tan bien como yo que debemos dirigirnos a la ciudad de los Gugs. No era mi primer viaje las Tierras del Sueño, pero sí sería la primera vez que tuviera que tirar de la argolla de hierro incrustada en la losa y descender al Mundo Subterráneo. Algo me decía que no regresaríamos todos.

Mi mente se va recuperando del aturdimiento inicial y mientras caminamos hacia el enorme círculo de megalitos ciclópeos donde descansa la maldita losa, recuerdo que venimos a intentar recuperar al profesor Cavan; lleva demasiado tiempo dormido y no hemos conseguido despertarlo, así que, a estas alturas, probablemente, su yo onírico esté acurrucado en algún rincón esperando despertar o tal vez ya lo hayan encontrado los Gugs.

Miramos desde el hueco que había dejado la enorme losa al desplazarla y lo que vimos desde allí no resultó nada reconfortante: unas colosales torres de piedra dominaban un abrumador paisaje silencioso y fantasmal, sin duda alguna, era un territorio inhóspito que no se había creado para el hombre. No creía en los dioses, pero ahora mismo deseaba tener alguno al que encomendarme para que nos protegiera de cruzarnos con alguno de aquellos seres gigantescos que los mismísimos Grandes dioses habían maldecido y desterrado.


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