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viernes, 3 de junio de 2022

ZOMBIES


A las afueras de París, en la hermosa localidad de Villenes-sur-Seine, devorada por el paso del tiempo y oculta por la maleza, se erguía la mansión barroca Gassó-Fleury... o lo que quedaba de ella. Construida a finales del siglo XVII, había vivido tiempos de gran esplendor hasta la Révolution de 1789 limpió Francia de privilegios absolutistas y sus propietarios se vieron obligados a abandonar el país cuando el invento del doctor Guillotin empezó a causar auténtico furor.

Villenes-sur-Seine había sido un lugar tranquilo, el típico pueblo dedicado a la agricultura y la ganadería que el río Sena recorría de manera apacible. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la mayoría de habitantes de las desperdigadas granjas con las que habíamos topado por el camino había abandonado el lugar y los pocos lugareños que aún resistían allí, llevaban meses atemorizados y encerrados en sus casas, rezando por una salvación que parecía no llegar.

Una enfermedad desconocida, aseguraban unos; castigo divino, comentaban otros; la maldición de los Gassó-Fleury, decían algunos… fuera lo que fuese, todos coincidían a la hora de afirmar que, a medida que la noche iba oscureciendo el paisaje y sumiendo el pueblo en las sombras, unas deformes criaturas grotescas se lanzaban en busca de carne fresca, bien fuera ganado o desprevenidos humanos.

La Universidad de Miskatonic, siempre al acecho de rarezas y de casos extraordinarios, había decidido que valía la pena indagar un poco el terreno y averiguar qué demonios estaba pasando en Villenes-sur-Seine. Habían encontrado unas cuantas noticias antiguas que mencionaban a los Gassó-Fleury y el nombre de esa familia aparecía vinculado a unas prácticas un tanto inquietantes relacionadas con la vida después de la muerte. Precisamente por eso nos encontrábamos en la desvencijada cocina de la mansión Gassó-Fleury, dispuestos a abrir la trampilla que daba acceso al sótano. Equipados con cascos mineros, el objetivo era descender en busca del nido de aquel horror hambriento: un supuesto laboratorio clandestino.

La trampilla, quejumbrosa por el óxido acumulado en sus bisagras, cedió con esfuerzo y la bocanada de aire corrompido que nos sacudió fue espantosa. Casi como una sustancia pegajosa, el hedor enseguida impregnó el ambiente, haciéndolo denso e irrespirable. Nos atamos unos pañuelos para proteger la nariz y la boca de aquel olor nauseabundo e iluminamos: solamente había tierra y más tierra que parecía hundirse en las profundidades hasta donde alcanzaba el haz de luz, revelando el inicio de una gruta.

Después de afianzar unas cuerdas, descendimos por el hueco de la trampilla. Cabíamos en fila de a dos, así que cargamos las escopetas del 12, nos miramos a los ojos en silencio y asentimos con las cabezas antes de echarnos a andar. Solamente llevábamos recorridos una docena de metros cuando el sonido ininteligible de unas voces nos llegó, una mezcla de gritos delirantes, aullidos famélicos y sollozos plañideros que no auguraban nada bueno… y, de pronto, un rostro cadavérico surgió de la oscuridad con la boca abierta, dispuesto a morder. El fogonazo de la escopeta del 12 de mi camarada iluminó el túnel un instante y colmó el aire con el familiar aroma de la pólvora.

Entonces llegó el silencio, pero duró solo un parpadeo. Una horda de muertos vivientes avanzaba torpemente hacia nosotros, un amasijo de carne podrida a través de la que asomaban huesos y tendones se agolpaba desesperada por alcanzarnos. Abrimos fuego a discreción contra aquel cementerio andante y volaron por los aires pedazos de carne pútrida. Caían como moscas, pero algunos seguían moviéndose a pesar de haberles reventado piernas y brazos.

Recargamos, maldijimos, apretamos los dientes y volvimos a disparar, una y otra vez, una y otra vez… debíamos abrirnos paso como fuera hasta el epicentro de aquella perversión.


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