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martes, 5 de abril de 2022

GUGS

Mi último recuerdo vívido era el de haber ingerido ayahuasca en aquel poblado shipibo a orillas del Ucayali, el río más importante del Perú. Luego, creo, aparecieron dos sacerdotes que ya no sé si eran reales o una alucinación provocada por las drogas. Lo siguiente que me viene a la cabeza es estar inmerso en una especie de sueño ligero, bajando escalones por una curiosa y hermosa escalinata. No sé qué me impulsa a hacerlo, pero cuento los escalones y, exactamente, son setenta. Entonces, una parte aún despierta de mi mente narcotizada me advierte de algo: estoy entrando en las Tierras del Sueño.

Hacia el final de la escalera, después de atravesar una caverna con una columna en llamas acompañado todavía por los dos sacerdotes, continúo bajando más y más escalones hasta que comienzo a ver la salida a través de un gigantesco roble que hunde sus raíces en el centro del Bosque Encantado.

Una vez allí vuelvo a encontrarme con Andujarsson, el jefe islandés de la expedición, Martinelli, un arqueólogo siciliano, y Morel, el antropólogo peruano que hacía las veces de guía. Me parece que saben tan bien como yo que debemos dirigirnos a la ciudad de los Gugs. No era mi primer viaje las Tierras del Sueño, pero sí sería la primera vez que tuviera que tirar de la argolla de hierro incrustada en la losa y descender al Mundo Subterráneo. Algo me decía que no regresaríamos todos.

Mi mente se va recuperando del aturdimiento inicial y mientras caminamos hacia el enorme círculo de megalitos ciclópeos donde descansa la maldita losa, recuerdo que venimos a intentar recuperar al profesor Cavan; lleva demasiado tiempo dormido y no hemos conseguido despertarlo, así que, a estas alturas, probablemente, su yo onírico esté acurrucado en algún rincón esperando despertar o tal vez ya lo hayan encontrado los Gugs.

Miramos desde el hueco que había dejado la enorme losa al desplazarla y lo que vimos desde allí no resultó nada reconfortante: unas colosales torres de piedra dominaban un abrumador paisaje silencioso y fantasmal, sin duda alguna, era un territorio inhóspito que no se había creado para el hombre. No creía en los dioses, pero ahora mismo deseaba tener alguno al que encomendarme para que nos protegiera de cruzarnos con alguno de aquellos seres gigantescos que los mismísimos Grandes dioses habían maldecido y desterrado.


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