Llevábamos varios días trabajando bajo un sol abrasador en el Valle de los Reyes, mezclados entre los integrantes de la expedición anglo-holandesa “Bonnett-Van More”. La excavación, que había zarpado desde Southampton con el cometido de encontrar la tumba de Tutmosis III, parecía haber conseguido su objetivo después de localizar y desenterrar la supuesta entrada principal al templo. El siguiente paso era abrir el sello y revelar los secretos que escondía el interior de la tumba al cabo de dos días, cuando desde El Cairo llegaran algunos de los más destacados profesores y arqueólogos del momento, además del grueso de la prensa internacional para que el descubrimiento fuera noticia en todo el mundo. Nosotros, por supuesto, teníamos otros planes; echaríamos un vistazo aquella misma noche.
A pesar del éxito aparente de la expedición, lo cierto es que varios trabajadores habían muerto en circunstancias extrañas y otros tantos habían desertado, dejando semivacíos los barracones. Las supersticiones y el miedo empezaban a apoderarse del campamento y eran muchos los que hablaban de maldiciones en forma de escorpiones, serpientes y perros de arena que atacaban por la noche... Personalmente, no creía que Anubis estuviera molesto y nos mandara a sus chacales para hostigarnos, pero sí estaba convencido de que unos cuantos habitantes de las arenas estaban protegiendo algo poderoso y maligno escondido en las entrañas de aquella tumba.
Bien entrada la noche, tras evitar a los somnolientos guardias, llegamos a la entrada principal y descendimos por el túnel con unas pocas antorchas. Humedad, telarañas y murciélagos nos dieron la bienvenida. El pasillo descendía más y más, trayendo consigo una corriente de aire que olía a muerte y hacía danzar las llamas de las antorchas. Llegamos al final del pasillo, dando con la cámara mortuoria; una amplia y lujosa estancia con hileras de columnas y varios sarcófagos, uno de ellos más grande y ornamentado que el resto. Todo hubiera sido normal, de no ser porque los sarcófagos estaban abiertos y vacíos...
Nada más poner el pie en las baldosas bañadas en oro de la cámara, un sonido nos hizo alzar la vista: imponente, sobre su sarcófago, la momia de Tutmosis III se erguía y nos señalaba amenazadoramente con el dedo. De pronto, a un grito suyo, cuatro momias ataviadas con armaduras y sus temibles khopesh salieron de las sombras... carne podrida y huesos envueltos en un lino amarillento, muertos más de un milenio antes de Cristo que volvían a la vida y nos daban la bienvenida.
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