La Universidad de Miskatonic nos había enviado de misión secreta a los bosques próximos a la zona de Chinkultic, en México, donde mucho tiempo atrás había vivido la antigua civilización Maya. Nos habíamos infiltrado en una expedición arqueológica española que buscaba vestigios de aquella cultura. Alguno de nosotros se había hecho pasar por antropólogo, aunque la mayoría estábamos allí en calidad de mano de obra para mover piedras, cavar o trasladar cajas de material. Al fin y al cabo, nadie debía saber que nuestra participación en aquella expedición respondía a la más que probable presencia de grupos sectarios y otros fanáticos adoradores que estaban celebrando rituales de culto a Shub-Niggurath.
Era un bosque de encinas y pinos denso y húmedo, tan tupido que la oscuridad era casi asfixiante. Llevábamos tres días vagando por aquella espesura sin dar con la localización de las ruinas mayas de Chinkultic, perdidos ente la exuberante vegetación y asediados por los insectos. Aquel era un bosque colosal y virgen y su savia primigenia parecía palpitar en las profundas y antiguas raíces insuflándole vida propia.
Durante el día avanzar resultaba agotador, pero apenas encontrábamos descanso cuando caía el sol ya que, por las noches, las pesadillas habían asolado el sueño de varios miembros de la expedición que empezaban a decir que aquel bosque estaba encantado y maldito. Sinceramente, no sé si lo estaba o no, pero sí sé que, durante la tercera noche, el bosque cobró vida y empezó a moverse sembrando el caos y el pánico, aunque lo que se movía no eran los árboles, ¡eran los hambrientos retoños oscuros de Shub-Niggurath!
Sus largos y viscosos tentáculos, aquellas ominosas pezuñas que aplastaban todo a su paso y las bocas, abiertas y supurantes, repartidas por aquel cuerpo oscuro como el petróleo que apestaba a muerte. El infierno acababa de abrirse en aquel bosque demencial…
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