Esta vez nos encontrábamos cerca de la mansión victoriana de los Callaway, a las afueras de Boston. Aquel viejo caserón era la sede de “El Crepúsculo de Plata”, una secta que pretendía despertar al Gran Cthulhu de las infames profundidades de R’lyeh. Si eran capaces de conseguirlo o no, ya era otra cosa, pero lo cierto es que aquella noche las estrellas tenían un enfermizo brillo rojizo que no auguraba nada bueno.
Un enorme seto rodeaba el perímetro de la mansión. Se intuían luces procedentes del piso inferior; seguramente estuvieran celebrando un impío ritual en el sótano. Echamos un vistazo y, extrañamente, no habían apostado guardias, ni perros… ¿era descuido o una emboscada? No había tiempo para pensar demasiado en ello, teníamos a cruzar el enorme jardín si queríamos detener la macabra ceremonia.
Salimos uno a uno de entre los arbustos, aguardé a
salir el último mientras cubría las espaldas de mis compañeros con el fusil de
cerrojo. Todo iba bien hasta que miré al tejado de la mansión y las vi… tres
siniestras siluetas se recortaban contra la Luna y resultaban inconfundibles:
alas membranosas como las de un murciélago, aquella piel negra y brillante como
el aceite, la cornamenta, las colas moviéndose alegremente y aquellos rostros
vacíos. “¡¡Descarnaaaaaaaados!!” grité mientras apuntaba al cielo.
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